jueves, 22 de enero de 2009

La Ciudad de la Rabia

Que tu Dios sea el mismo de tu corazón

A veces lo único que nos queda es tener esperanza. Salir cada tarde a navegar entre mares de asfalto de una ciudad desértica. De una ciudad cuya sombra es la ignominia, cuya sangre es la rabia. Bendita ciudad que alguna vez nos habrá de tragar, habrá de crucificarnos sin cruz ni rezos. Aquí lo único es la rabia y la sed. El desierto y la venganza.
Estaré en presencia de la muerte hasta que tú regreses del olvido. Vendrás con el azahar de tus dedos a purificar la maldad, a volver a repetir el bendito nombre de Dios. Sagrada es la tristeza de las mujeres. Inútil su sacrificio: hemos nacidos malditos, hemos sido condenados a la rabia.
Solamente nos queda la esperanza antes de morir. Esperanza que sabrás encontrar los caminos que te devuelvan del pecado de la omisión. Escuchar el llanto primero de la fe; sentir las frescas gotas de tus dedos en mi rostro, el recorrer de manantiales por el cuerpo.
La palabra de Dios resurgirá del polvo en que nos hemos convertidos, cuando tu voz rompa la espera de siglos, la profecía será cumplida: pronunciaras el nombre que me hace bendito entre los hombres, nombre que me dio mi madre, secreto de mujeres, luz del ciego; tu vientre me nombra cuando lo beso, cuando por las noches me refugiaba en su entraña, como el ciego que busca la luz, como el sediento que sacia su sed. Nómbrame con el nombre que hace desaparecer orfandades, que reconstruye mundos. Oblígame a bajarme de la cruz, a sanar mis heridas, perdona mis pecados: tu voz sanando heridas, tu voz desterrando la sal y el odio. Tu voz obligándome a tener alma: alma vagando por las noches, en templos derruidos, en cementerios vacíos, muertos que caminan, ciego de luz y de verdad. Bendita la que viene en nombre del Señor. Despójame de mi herencia de rabia por el acto de creer en mí, por la fe por el que nada tiene que ofrecer; yo que no sé llorar: enséñame, cordero que quita el pecado del mundo, ten piedad de mí: yo que no sé perdonar, quita la mordaza de mi boca y enciende mi corazón. Perdóname porque he pecado contra ti, mujer. Yo que únicamente conozco el sabor de la sangre y la sed de la traición: ten piedad de mí. Bendita la que viene en nombre del Señor. Refúgiame en ti, que de vientre he nacido y en vientre he volver a la otra vida. Regresa del olvido, de la muerte a la que hemos sido condenados. Regresa a inundarme con el Dios que solamente una mujer puede alumbrar. Regresa a mí porque yo no puedo vivir sin alma.
Me habrás de encontrar donde me dejaste, arrodilladlo frente a la madrugada del mundo, en la oscuridad inexpugnable del abismo, en el tajo desamparado de las tinieblas, sed mi luz, rompe este yugo, libérame de mi esclavitud. Habrás de buscarme entre los cadáveres de los impíos, entre la podredumbre de los infieles; cuerpo de sal: ojos pletóricos de alacranes, hermano de víboras, traidor entre traidores. Estaré en la arena escribiendo con mis ojos ciegos las palabras que nadie antes ha escuchado; palabras paridas de tu vientre, palabras que he escrito en tu espalda mientras dormías el sueño extraviado: niña que en su muerte ha sabido darme vida, mujer cuya inocencia me ha obligado a ser Cristo. Bendito el que viene en nombre del Señor.
Estaré en una ciudad que lleva centurias naufragando, ciudad que no termina por morir. Ciudad que tiene por mar, el priistísimo azul de su cielo y por marineros, los cadáveres de su gente. Ciudad donde en vez de canto de sirenas se escucha el ulular del viento reseco de arena, el quejido de palomas y la risa fría de su cantera.
Veo a esta gente morir de inanición, de insoportable sequía de esperanza, la veo desmoronándose, caerse pedazo a pedazo, sin alumbrar flor alguna. Queda la sal y el hastío, queda la cuenca vacía de los ojos. Ciudad de rabia, Ciudad de desesperanza. Ciudad que clama por el mar; la lengua quemándose al Sol, Sol infinito que calcina y olvida.
Noche a noche, voy a encender el faro, pequeña luz que brilla en mi corazón: horizonte de arena quemada del volcán que fuimos, restos del naufragio, de las cartas carbonizadas, de las palabras que no te dije. Veo como las sombras van ocupando las frías habitaciones de mi Ser.
Te espero a que vengas a salvarme, a que vengas a rescatarme. Yo sé que no tengo perdón, pero una palabra tuya, concebirá el milagro: “y de la dura piedra habrá de surgir el agua, y donde antes había odio habrá esperanza. Y donde antes había oscuridad habrá luz: palabra del Señor”; bendita es la que viene en nombre del Señor, que fue creada a semejanza de su corazón. Ven a devolverme a Dios. A resucitarme de esta muerte de vivir sin ti, mujer.

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