jueves, 9 de abril de 2009

Jesús Marín en la Jornada



Domingo 7 de diciembre de 2008 Num: 718



Jesús Marín en el mar de Durango
Hace algún tiempo, la gente buscaba la poesía en la poesía y, como es lógico, la encontraba en la poesía. ¿Cómo sabía que lo que estaba leyendo era poesía? Se dejaba guiar por su propia lectura. Si se leía como tal y, como tal, afectaba los sentidos, era poesía, independientemente de que estuviese en prosa o en líneas cortadas (versos, versículos), y sin importar la Certificación de los Críticos.
Con el aumento y la variedad de los medios de comunicación, la gente comenzó a leer la poesía no tanto en los libros como en los prestigios. Los prestigios crecieron y los lectores disminuyeron. Especializados en leer prestigios, muchos dejaron de leer todo aquello que no tenía prestigio para luego dejar de leer, también, lo que sí lo tenía. ¿Para qué leer en la poesía si bastaba con creer en el prestigio? Legiones hay de poetas prestigiados a los que casi nadie lee, y a pesar de ello su prestigio no mengua.
Peor aún: hoy la gente lee en la publicidad. Infiere que si los libros están amparados bajo un sello editorial de prestigio, deben ser buenos, y los da por buenos. No se le ocurre pensar que un sello así publique vaciladas, aunque las publique. Leer poesía en libros de poco o ningún prestigio editorial es una práctica que pocos realizan. Confiaríamos en esos libros, y en esos autores, únicamente si la magia editorial y la crítica publicitaria los vuelve prestigiados.
Entre los poetas mexicanos carentes de prestigio, publicidad y sello comercial está el durangueño Jesús Marín, poeta que se atreve a nombrar las cosas y los sentimientos sin retóricas inextricables y que sabe decir lo esencial, pues más allá de su aparente desnudez y desaliño bukowskiano, en los poemas de Marín hay siempre algo más: no sólo una historia oscura del memorial cotidiano de agravios, sino, sobre todo, el gusto por el vértigo de la vida. Los fantasmas familiares, amorosos y domésticos lo habitan y él sabe convocarlos o increparlos con una cruda belleza no exenta de delicada emoción.


“No se puede vivir como si la belleza no existiera”, dice Ricardo Garibay que dijo Luis Rius. Lo sabe Jesús Marín, quien en su Antología poética 1999-2007, La orfandad de las hormigas (Instituto de Cultura del Estado de Durango, 2008, presentación de Fernando Andrade Cancino), nos entrega una obra que no debería pasar inadvertida ante el lector de poesía que no atiende ni al prejuicio ni al prestigio.
Poesía directa y a veces descarnada pero no ingenua, la de Marín hace gala de una afortunadísima falta de oficio en el malabarismo y la pirueta. No quiere dar espectáculo; quiere hacer poesía y comunicarla.
Poesía impura, la de Jesús Marín puede ser también irredenta, herética y soez. En La orfandad de las hormigas incluye una selección de todos sus libros: entre ellos, Si quieres te digo cosas tiernas, El hombre que cazaba ballenas, La mítica Ciudad de las Caguamas y el que da título al volumen.
Cada libro tiene su tono y en cada página identificamos a este superviviente Ismael en el mar del asfalto de Durango. Oda y elegía, celebración y dolor llenan las páginas de este libro, desde la extensa crónica familiar delicada y ruda, hasta las benditas maldiciones y las malditas bendiciones de otros poemas breves.
“Y nunca he logrado crecer/ y nunca he dejado de tener siete años”, dice, sentimental, pero sólo para aclarar después: “No sé quién tenga razón ni me importa./ No escribo para complacer a nadie./ Escribo para no matarme.”
En otro momento refiere: “Soy un cazador de ballenas/ un marinero en tierra/ un charlatán irredento/ viejo bebedor de cerveza,/ náufrago de islas./ Un cazador de ballenas que aparecen/ en las sutiles sombras de la noche./ Diosas del mar/ reinas de los océanos/ suenan tan fuertes en mi corazón/ suenan tan ciertas en mi alma.”
“Cada nalga es un encanto y un peligro./ Bendito sea el demonio/ por haber ideado las nalgas de las mujeres”, escribe este moribundo Ahab a punto del naufragio. Sabe, y así lo dice, que algún día tendrá que levantarse y no sólo ponerse de pie. Por lo pronto es poeta, ni duda cabe, y de la poesía sabe lo esencial: “La mejor forma de leer poesía/ es no leyéndola./ No sirve para maldita la cosa/ pero es indispensable/ para no lanzarse contra los vidrios de hospitales/ no tirarse de cabeza desde puentes/ para no llorar como críos. [...]/ Leer poesía no te salva de nada/ excepto de morir solo.” Nada más, pero también nada menos.
Juan Domingo Argüelles




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