jueves, 9 de abril de 2009

Por los Ismael del mundo

Allí andan navíos; allí está Leviatán que hiciste para que jugase en ella.
Salmos


Hay días que ni merecen ser mencionados en la bitácora de Dios. Días insoportables de niebla, días en que navegas entre las rocas por puro instinto. Días de quedarse hundidos en la arena, entre las paredes de tu isla, entre los restos de lo que fuiste, con los ojos abiertos al miedo. Miedo de no ser lo que éramos, miedo de pertenecer a otra vida y no la que creemos vivir. Miedo de saber que te he perdido, miedo de percibir que ahora sí estoy solo. Miedo de tener miedo. Tú eras el faro que iluminaba. Eras la esperanza de los inconfesables días, de las noches desperdiciadas.
Días de ir a la deriva, dejándose llevar por la marea, arrastrado por las olas, con la pesadez de escucharse y no reconocerse en la voz; los gritos de la gente desde sus distantes islas, desde sus fosas recién abiertas, perdidos en distancias inconmensurablemente inimaginables. Aferrado a esa única tabla que te mantiene a flote: el abrazo de tu madre, el beso de aquella mujer sirena que se elevó de tus sueños y ahora habita en el cielo de tu credulidad.
Días en que uno desearía ser piedra para dejarse hundir, ser gaviota para volar hacia el sol y no despertarse jamás. Días en que la máscara y el disfraz no son suficientes para engañar a los espejos ni para esconderse de la tristeza negra que con su tenue nostalgia nos asfixia, nos consume, pequeña rata que anida en el corazón y nos roe sin descanso: nostalgia por la niñez perdida, nostalgia por las mujeres que han muerto en el corazón, nostalgia por pronunciar la palabra madre, nostalgia por los amigos que nos han traicionado. Quién se puede ahora reconocer en el reflejo del espejo que nos mira burlón e impúdico, quién se puede decir sobreviviente, quién se puede declarar libre de pecado. Cada uno sabe la clase de Judas que es y la pesadez de cruz que arrastra.
Siempre se está tan lejos de casa. Siempre. Y uno nunca termina de cazar, y uno nunca termina de lanzar el último arpón, mientras ella, la ballena, se pierde cada vez más y más de nuestra visión, y quedamos flotando, suspendidos, aferrados a un puñado de recuerdos, a un beso fratricida, a un vientre que yace en el fondo del océano que somos.
Uno se pasa la vida buscando una isla, un cuerpo, un refugio para la tristeza de haber abandonado el útero. Y nos quedamos en la isla nuestra, isla dentro de otra isla, isla dentro de infinidad de islas, mirando pasar los barcos, escuchando el canto de las sirenas, mismas que un día nos llevaron lejos del hogar, lejos de lo lejos. Y ahora parecen burlarse de nuestro miedo, de nuestra piedad por nuestros huesos. Y miras las mariposas caer a tu lado, miras la vida tan lejos de ti, mirar el rodar del polvo en el viento, la blanca sonrisa de las lechuzas, el caer del silencio en un silencio más atroz, el tenue deslizarse del tiempo como arena entre tus dedos.
Dame una alma te lo pido, mujer, devuélveme la que te llevaste un día de febrero, la mañana en que te conocí y te empecé a perder, la noche en que me ofreciste una esperanza y me dejaste a la deriva, entre el mar y tu recuerdo, entre el sol y la ceguera, sin el mapa de tu cuerpo, sin la estrella de tus pezones, sin el tibio refugio de tu nombre en mi boca, sin la caricia de tu voz sobre mi vientre, sin nuestros cuerpos estallando en las rocas del olvido.
Yo no sé porqué a veces pasan las cosas, yo no sé porqué cada día se me convierte en una tormenta que me derrumba, que me impide salir a la mar, que hacen de mí, un desterrado de mi propia vida. Tú eras mi bandera y mi destino. Y aún sigo en el lugar donde nos despedimos, en la isla de nuestra cama, donde tantas mañanas nos extraviamos en el nombre del amor, en la verdad de sabernos únicos en el mundo, mundo que construimos a besos y a piedad, mundo que fue refugio contra el desamparo y la rabia. Ahora me levanto cada mañana con la esperanza de descubrir la isla blanca de tu vientre, navego entre los escombros, entre ruinas de naufragios, entre altas y blancas torres, miro bajo la superficie y veo los grandes peces que decías soñar, y en la profundidad, los huesos de otros, de aquellos que se han quedado muertos y vivos. Yo no tengo nada desde que tú no estás, yo no soy nadie desde que te fuiste.
Ahora me queda la tristeza de mis palabras, el vacío de mis ojos que han perdido la luz y el camino. Y este cuerpo sin gota de sangre, sin coraje suficiente para bien morir.
Dicen que una vez que se te quiebra el corazón ya nunca vuelves a ser el mismo. Dicen que entonces por los fragmentos de tu mente, empieza a filtrarse una peste negra, serpiente que engulle cuando tengas , cuando eres, y una mañana despiertas con un frío que arde, con un frío que llaga y son infinitas las heridas que no cerraran e infinitos los pájaros muertos en el abismo que ahora somos.
Hoy soy una casa deshabitada, un barco que ha encallado, un gorrión muerto en la madrugada. No soy nada desde que te fuiste: “Bajad las amarras, allá a estribor, ahí, ahí esta Ella… remad más fuerte… remar más fuerte”… (jesusmarin73@hotmail.com)

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