jueves, 9 de abril de 2009

El retorno de Ulises

Para Sara, mi vientre y mi resurrección.

No hay dolor más dulce que la espera por el amante. Y no hay más dolor más atroz que ese breve instante en que se separan, con la incertidumbre del próximo encuentro. Sólo quien ha padecido la crueldad de la espera, el salir a dar pasos cortos y mirar en todas direcciones hasta que por fin la calle se compadece y aparece ella , caminado, con la tranquilidad de saberse ansiada y deseada, por tanto poderosa e invencible. Ella sabe por la angustia de nuestros ojos que una palabra suya nos hará caer de rodillas. Y todo el maléfico plan que habíamos urdido, de arrancarle las uñas de los pies una a una, de retorcerle los cabellos hasta hacerla llorar, en venganza por hacernos esperar los angustiosos minutos que nos padecieron eternidades en el infierno, se diluyen cuando ella, con la sabiduría aprendida desde la madre Eva, llega sonriente con esa boca que minutos después nos hará conocer a dios y sus ángeles, esa boquita por la cual mataríamos sin rechistar, nos dice: ¿llevas mucho tiempo esperando? Y en vez del ventarrón de reproches e insultos, en vez de los puños crispados y la espada desenvainada, tímidamente, cachorrilmente diremos: no, no amor, apenas unos segundos, y entonces ella, al vernos vencidos y sin piedad alguna, roza con sus labios nuestra mejilla y nos toma de la mano invitándonos a seguir su estela, a guiarnos hasta el precipicio, a ahorcarnos de la cuerda que ella misma podría colgar del techo y a la cual ,nosotros gustosos meteríamos la cabeza dentro de soga, mientras ella la jalaría despacito, haciéndonos creer que eso es amor.
Y una vez dentro, el mundo ha desaparecido. Allá afuera se quedó nuestra hombría y nuestro donaire, aquí somos esclavos de su vientre. Aquí somos lo que ella quiera que seamos. Y basta un leve vislumbre de su hombro para que el viejo lobo resurgía de nuestras extrañas y el aullido primitivo se despierta, miles de años de civilización son derrumbados ante su bendita desnudez , la sed por su carne ,el hambre por su espalda, se intensificada hasta hacernos caer rabiar , y ella gatunamente se retuerce en la cama, ronronea malignamente, se contorsiona para mostrarnos partes de su cuerpo que si bien imaginamos, nunca pensamos que fueran tan hirientemente mórbidas, tan demencialmente deseadas. Ella ya no es la misma, esa tímida muchachita de veintitantos años, de cuerpo delgado, se ha convertido en una inmensa flor exótica, y aun cuando hemos recorrido miles de veces sus acantilados y nos hemos perdido en sus precipicios, es una mujer diferente, fresca y desconocida, y venturosos de ser los primeros, penetramos en sus misterios y nos embriaga lo desconocido, contemplamos con éxtasis religioso el templo de su desnudez , ella ya no es una mujer, ya no pertenece a este mundo de mortales, se ha convertido por seno y vientre en Dios, se ha convertido en lo más sagrado de nuestra errante vida. Ella es el principio de la fe y la culminación de la piedad.
Y lo que es peor, aquella maldición va más de un vientre y de una piel, de unos ojos y una humedad vagina. Ella se sorprende que en vez de mordiscos y lengüetazos, que en vez de ultraje y sometimiento, la contemplemos con un fervor nunca antes sentido, la contemplemos con una veneración digna de una iglesia, y ocurre el milagro, el león domesticado por la oveja, la piedra por fin ha dado fruto; el hombre vencido por la calidez del sacrificio: se entrega sobre su pecho, se deja caer con sus siglos de odio y centurias de flagelaciones, lentamente deja caer las garras, lentamente se despoja de sus armas, y cae ante el milagro de su mujer. Abraza a ese vientre con la desesperación de querer retornar a el, madre y amante, de querer volver a tener paz y escuchar la dulce canción del útero, esa transparencia que nos protegía de todo, esa humedad que nos hacia salvos. Ella mujer al fin, madre al fin, nos arropa con sus brazos, forma con sus dedos guirnaldas de blancas rosas que curan nuestras heridas, esas que nos hacemos en las noches, en la tempestad de saberse siempre tan solos, de vivir tan tristes, y ella canta la vieja canción del mundo, la vieja canción que solamente saben las mujeres, y ahí estamos, nuevamente revividos, nuevamente perdonados, Ulises ha retornado a casa, al vientre de Penélope.
Extasiados escuchamos las canciones que su vientre canta, bebemos el secreto de su mannatila, recuperamos la inocencia perdida, la fe primigenia: el mundo se ha derrumbado, los muros ha sido derrumbado. Dios es u vientre de mujer, Dios es humedad y suave carne en la hendidura: las ciudades desaparecen, los niños crecen y mueren en segundos, los gritos de sirenas han sido sustituidos por una única y poderosa Circe, hechizados y convertidos en niños. Los cíclopes son susurros en la distancia.
Uno esta a salvo en el vientre de una mujer, dentro y fuera, uno lo busca desde entonces, es como un volver a Itaca, es como un retorno de la guerra. Afuera hace tanto frío y se esta tan solo. Ulises ha regresado, estamos a salvo, al menos por esta tarde, al menos por esta noche, al menos por este instante, mi amada Circe, la llamada Sara.Afuera, la nave se hunde. Y nada podemos hacer.
Por los Ismael del mundo

Allí andan navíos; allí está Leviatán que hiciste para que jugase en ella.
Salmos


Hay días que ni merecen ser mencionados en la bitácora de Dios. Días insoportables de niebla, días en que navegas entre las rocas por puro instinto. Días de quedarse hundidos en la arena, entre las paredes de tu isla, entre los restos de lo que fuiste, con los ojos abiertos al miedo. Miedo de no ser lo que éramos, miedo de pertenecer a otra vida y no la que creemos vivir. Miedo de saber que te he perdido, miedo de percibir que ahora sí estoy solo. Miedo de tener miedo. Tú eras el faro que iluminaba. Eras la esperanza de los inconfesables días, de las noches desperdiciadas.
Días de ir a la deriva, dejándose llevar por la marea, arrastrado por las olas, con la pesadez de escucharse y no reconocerse en la voz; los gritos de la gente desde sus distantes islas, desde sus fosas recién abiertas, perdidos en distancias inconmensurablemente inimaginables. Aferrado a esa única tabla que te mantiene a flote: el abrazo de tu madre, el beso de aquella mujer sirena que se elevó de tus sueños y ahora habita en el cielo de tu credulidad.
Días en que uno desearía ser piedra para dejarse hundir, ser gaviota para volar hacia el sol y no despertarse jamás. Días en que la máscara y el disfraz no son suficientes para engañar a los espejos ni para esconderse de la tristeza negra que con su tenue nostalgia nos asfixia, nos consume, pequeña rata que anida en el corazón y nos roe sin descanso: nostalgia por la niñez perdida, nostalgia por las mujeres que han muerto en el corazón, nostalgia por pronunciar la palabra madre, nostalgia por los amigos que nos han traicionado. Quién se puede ahora reconocer en el reflejo del espejo que nos mira burlón e impúdico, quién se puede decir sobreviviente, quién se puede declarar libre de pecado. Cada uno sabe la clase de Judas que es y la pesadez de cruz que arrastra.
Siempre se está tan lejos de casa. Siempre. Y uno nunca termina de cazar, y uno nunca termina de lanzar el último arpón, mientras ella, la ballena, se pierde cada vez más y más de nuestra visión, y quedamos flotando, suspendidos, aferrados a un puñado de recuerdos, a un beso fratricida, a un vientre que yace en el fondo del océano que somos.
Uno se pasa la vida buscando una isla, un cuerpo, un refugio para la tristeza de haber abandonado el útero. Y nos quedamos en la isla nuestra, isla dentro de otra isla, isla dentro de infinidad de islas, mirando pasar los barcos, escuchando el canto de las sirenas, mismas que un día nos llevaron lejos del hogar, lejos de lo lejos. Y ahora parecen burlarse de nuestro miedo, de nuestra piedad por nuestros huesos. Y miras las mariposas caer a tu lado, miras la vida tan lejos de ti, mirar el rodar del polvo en el viento, la blanca sonrisa de las lechuzas, el caer del silencio en un silencio más atroz, el tenue deslizarse del tiempo como arena entre tus dedos.
Dame una alma te lo pido, mujer, devuélveme la que te llevaste un día de febrero, la mañana en que te conocí y te empecé a perder, la noche en que me ofreciste una esperanza y me dejaste a la deriva, entre el mar y tu recuerdo, entre el sol y la ceguera, sin el mapa de tu cuerpo, sin la estrella de tus pezones, sin el tibio refugio de tu nombre en mi boca, sin la caricia de tu voz sobre mi vientre, sin nuestros cuerpos estallando en las rocas del olvido.
Yo no sé porqué a veces pasan las cosas, yo no sé porqué cada día se me convierte en una tormenta que me derrumba, que me impide salir a la mar, que hacen de mí, un desterrado de mi propia vida. Tú eras mi bandera y mi destino. Y aún sigo en el lugar donde nos despedimos, en la isla de nuestra cama, donde tantas mañanas nos extraviamos en el nombre del amor, en la verdad de sabernos únicos en el mundo, mundo que construimos a besos y a piedad, mundo que fue refugio contra el desamparo y la rabia. Ahora me levanto cada mañana con la esperanza de descubrir la isla blanca de tu vientre, navego entre los escombros, entre ruinas de naufragios, entre altas y blancas torres, miro bajo la superficie y veo los grandes peces que decías soñar, y en la profundidad, los huesos de otros, de aquellos que se han quedado muertos y vivos. Yo no tengo nada desde que tú no estás, yo no soy nadie desde que te fuiste.
Ahora me queda la tristeza de mis palabras, el vacío de mis ojos que han perdido la luz y el camino. Y este cuerpo sin gota de sangre, sin coraje suficiente para bien morir.
Dicen que una vez que se te quiebra el corazón ya nunca vuelves a ser el mismo. Dicen que entonces por los fragmentos de tu mente, empieza a filtrarse una peste negra, serpiente que engulle cuando tengas , cuando eres, y una mañana despiertas con un frío que arde, con un frío que llaga y son infinitas las heridas que no cerraran e infinitos los pájaros muertos en el abismo que ahora somos.
Hoy soy una casa deshabitada, un barco que ha encallado, un gorrión muerto en la madrugada. No soy nada desde que te fuiste: “Bajad las amarras, allá a estribor, ahí, ahí esta Ella… remad más fuerte… remar más fuerte”… (jesusmarin73@hotmail.com)

Jesús Marín en la Jornada



Domingo 7 de diciembre de 2008 Num: 718



Jesús Marín en el mar de Durango
Hace algún tiempo, la gente buscaba la poesía en la poesía y, como es lógico, la encontraba en la poesía. ¿Cómo sabía que lo que estaba leyendo era poesía? Se dejaba guiar por su propia lectura. Si se leía como tal y, como tal, afectaba los sentidos, era poesía, independientemente de que estuviese en prosa o en líneas cortadas (versos, versículos), y sin importar la Certificación de los Críticos.
Con el aumento y la variedad de los medios de comunicación, la gente comenzó a leer la poesía no tanto en los libros como en los prestigios. Los prestigios crecieron y los lectores disminuyeron. Especializados en leer prestigios, muchos dejaron de leer todo aquello que no tenía prestigio para luego dejar de leer, también, lo que sí lo tenía. ¿Para qué leer en la poesía si bastaba con creer en el prestigio? Legiones hay de poetas prestigiados a los que casi nadie lee, y a pesar de ello su prestigio no mengua.
Peor aún: hoy la gente lee en la publicidad. Infiere que si los libros están amparados bajo un sello editorial de prestigio, deben ser buenos, y los da por buenos. No se le ocurre pensar que un sello así publique vaciladas, aunque las publique. Leer poesía en libros de poco o ningún prestigio editorial es una práctica que pocos realizan. Confiaríamos en esos libros, y en esos autores, únicamente si la magia editorial y la crítica publicitaria los vuelve prestigiados.
Entre los poetas mexicanos carentes de prestigio, publicidad y sello comercial está el durangueño Jesús Marín, poeta que se atreve a nombrar las cosas y los sentimientos sin retóricas inextricables y que sabe decir lo esencial, pues más allá de su aparente desnudez y desaliño bukowskiano, en los poemas de Marín hay siempre algo más: no sólo una historia oscura del memorial cotidiano de agravios, sino, sobre todo, el gusto por el vértigo de la vida. Los fantasmas familiares, amorosos y domésticos lo habitan y él sabe convocarlos o increparlos con una cruda belleza no exenta de delicada emoción.


“No se puede vivir como si la belleza no existiera”, dice Ricardo Garibay que dijo Luis Rius. Lo sabe Jesús Marín, quien en su Antología poética 1999-2007, La orfandad de las hormigas (Instituto de Cultura del Estado de Durango, 2008, presentación de Fernando Andrade Cancino), nos entrega una obra que no debería pasar inadvertida ante el lector de poesía que no atiende ni al prejuicio ni al prestigio.
Poesía directa y a veces descarnada pero no ingenua, la de Marín hace gala de una afortunadísima falta de oficio en el malabarismo y la pirueta. No quiere dar espectáculo; quiere hacer poesía y comunicarla.
Poesía impura, la de Jesús Marín puede ser también irredenta, herética y soez. En La orfandad de las hormigas incluye una selección de todos sus libros: entre ellos, Si quieres te digo cosas tiernas, El hombre que cazaba ballenas, La mítica Ciudad de las Caguamas y el que da título al volumen.
Cada libro tiene su tono y en cada página identificamos a este superviviente Ismael en el mar del asfalto de Durango. Oda y elegía, celebración y dolor llenan las páginas de este libro, desde la extensa crónica familiar delicada y ruda, hasta las benditas maldiciones y las malditas bendiciones de otros poemas breves.
“Y nunca he logrado crecer/ y nunca he dejado de tener siete años”, dice, sentimental, pero sólo para aclarar después: “No sé quién tenga razón ni me importa./ No escribo para complacer a nadie./ Escribo para no matarme.”
En otro momento refiere: “Soy un cazador de ballenas/ un marinero en tierra/ un charlatán irredento/ viejo bebedor de cerveza,/ náufrago de islas./ Un cazador de ballenas que aparecen/ en las sutiles sombras de la noche./ Diosas del mar/ reinas de los océanos/ suenan tan fuertes en mi corazón/ suenan tan ciertas en mi alma.”
“Cada nalga es un encanto y un peligro./ Bendito sea el demonio/ por haber ideado las nalgas de las mujeres”, escribe este moribundo Ahab a punto del naufragio. Sabe, y así lo dice, que algún día tendrá que levantarse y no sólo ponerse de pie. Por lo pronto es poeta, ni duda cabe, y de la poesía sabe lo esencial: “La mejor forma de leer poesía/ es no leyéndola./ No sirve para maldita la cosa/ pero es indispensable/ para no lanzarse contra los vidrios de hospitales/ no tirarse de cabeza desde puentes/ para no llorar como críos. [...]/ Leer poesía no te salva de nada/ excepto de morir solo.” Nada más, pero también nada menos.
Juan Domingo Argüelles