sábado, 10 de mayo de 2008

El Ocre Sabor de los Domingos


Jesús Marín



En esos domingos de palomas desquiciantes, en la plaza de armas, desde una ciudad llamada Duranghetto: pobrecito de ti, Durango a mil kilómetros de ninguna parte. Tan cerca de Dios y tan lejos de los gringos. Tan lleno de priistas y aviadores, de narcos y de mochos, de gente triste que emigra, de viejos que agoniza en sus casas de adobe. De discursos demagogos, de relojes que tocan arpas.
Domingos de amarillo ocre, sin saber a dónde ir. Plaza de reunión de la fauna y flora de esta ciudad. De gente entrecomilladamente feliz, con la carreola paseando al futuro me-sacarás-los-ojos; el angustiado padre de familia que trata de controlar a su salvaje prole, pensando de dónde sacará para pagar la renta, la luz y la colegiatura, ya sin el consuelo de antes: conque compre otro kilito de tortillas, se marea el hambre y luego ya veremos. Las manadas de hambrientos jóvenes creyendo que su juventud será eterna y que jamás darán lastima como esos, otros, avejentados y vencidos, destruidos y sin rumbo, ellos siempre serán todopoderosos adolescentes.
Parejas de novios suspirantes de la irrealidad, convencidos de su amor, imaginándose los últimos amantes genuinos. Esposos, con el amor a punto de ser sustituido por el miedo y la costumbre, aferrados a sus islas, mientras el naufragio es evidente. Pequeños escuincles, angelicales s demonios, que ahora si pueden dar rienda a su energía, volando entre la angustia de las madres primerizas y la complacencia de las abuelas.
Globeros vendiendo redondas ilusiones de efímera existencia y gloriosa levitación. Y por el cielo las palomas sin encontrar aquel paraíso perdido hace eones, se conforman con el maicito que almas caritativas les tiran a raudales.
Domingos indolentes, de sentarse en la plaza, universo reducido de una ciudad olvidada, entre el desierto y la añeja gloria de lo que fuimos. Esperando un milagro; milagro que nunca llega a ocurrir, a excepto que se trate de la muerte, muerte liberadora de recuerdos y nostalgias, oficio del citadino, herencia de ancestros y culpa de sangre muerta con la que hemos nacido.
El tiempo transcurre observando las deliciosas nalgas de las mujeres, mirándoselas disimuladamente e imaginando a qué sabrán sus paraísos, entre decidir cuando más podemos soportar esta indolencia de cuatrocientos años, este dejar pasar, este callar angustioso. Otros, los más viejos, con súplicas por la piadosa visita del silencio, de la niebla que se llevará sus cansados ojos a los días de infancia, al regazo de la madre muerta pero tan viva en sus corazones; añorando en su apesadumbrada mirada, el tiempo de cuando ver unas piernas de muchacha, airosas al aire, les significaba algo o les movía alguna parte del cuerpo, ya momificada.
Domingos de manitas sudadas, suspiritos entrelazados y miradas de oveja a medio parir, chica y chico, con sus mejores garritas, algunos hasta un baño sin ser sábado, ella, angelical casi virginal ,al menos en apariencia, con la rosa roja en la mano, símbolo palpable de la auténtica estupidez que ni la posmodernidad nos ha podido arrebatar: una flor a cambio de tu inocencia, una flor a cambio de tus deliciosas nalgas. Sé es virgen una sola vez. Y él, moderno Pedrito Infante, cierto, cincuenta años no son nada y sigues siendo el ídolo; botas picudas, pura piel de Tuano, originalita, cinto piteado de perro fino, y tamaña hebillota para disimular tamaños diminutos allá donde les dije. Y una guaripa pa librarnos del inclemente sol dominguero y de las auscultaciones indiscretas, sintiéndose amos del billete verde y de la hierba fina, esa que provocación angelaciones y subidas al cielo a chupada el carrujo, paseando en camionetotas relucientes, con la banda a todo el viento, pregonando lo chingones que somos, intocables ante la ley de los hombres y favoritos del divino, del señor de los cielos, total la vida es corta y mientras tenga mi cuerno de chido, pa qué el miedo.
Largotones en patinetas que no han superado su adolescencia, creyéndose los nunca vistos, tratando de impresionar con sus giros, con sus ansias de volar como pájaros: ángeles de la calle, del asfalto, atentos al atisbo de algún poli que venga acabar con sus sueños. Y al final, reconocer su derrota, nunca serán ángeles por más que lo intenten, pequeños hombrecitos, de largas greñas, en subdesarrollo neuronal permanente.
Domingos donde los globeros por fin logran vender algo, una esperanza para hacer más soportable la larga espera de la semana, globeros que casi casi les meten los globos en los ojos de los niños, sus potenciales víctimas y mejor comprárselos, ante el inminente berrido de león vástago, del junior. Y feliz con la ilusión que apenas les durará un suspiro. Y los padres satisfechos de haber cumplido un berrinche de su prole, esa que algún día renegara de ellos, y los dejaran abandonados a su soledad , y en su vejez despiadada.
Grupitos de quinceañeras, de niñas a punto de florecer, que caminar cual muñequitas de barro, sonríen tímidas, sonríen coquetas, buscan olvidar que al otro día tendrán escuela. Qué tendrán una vida sin futuro. Casarse, aguantar los golpes de su hombre, como su madre, llenarse de hijos. Y las menos, emigrar de esta ciudad. Y las más, envejecen junto a mudez de estas piedras centenarias. Buscan un beso rápido y una caricia furtiva. Algo que les de un pretexto para tener dulces sueños, al menos por un domingo.
Domingos ocres de echarse el elotito, o los tres tamales que de pronto, debido a las burradas de Gobierno, se han convertido en artículos de lujos. El cuerito de puerco con su salsita, si no es cuero de mujer, al menos que sea de cerdo, que al fin es carne y cuaresma parece ser todo el año.
Lento trascurre el domingo en la plaza. En el mundo. En los corazones. A veces, alguna tocada viene a interrumpir el silencio. A veces los fuegos y danzas de los hippiosos, iluminando de más de una manera, con su terquedad de no rendirse, con su negativa patética a abandonar el país del Nunca Jamás. Jóvenes hippiosos ,cuarentones que se quedaron soñando tener veinte años, reliquias sesenteras que ni supieron que eran los beats pero poco importa cuando el olvido se llama como tú.
Las campadas llamando a misa, imperturbables, inmisericordes nos recuerda que Durango siempre fiel. Que en Durango el tiempo se estanca. Y se vuelve eterno. Y si el mundo se acaba me regreso a Durango y si Dios no existe me regreso a Durango. Nadie, pero nadie, viene a Durango.
Por la noche la cosa es más calmada, se enciende las luces y por momento hasta la plaza de armas luce bella. Y lejos queda la tristeza y la tierra oscura de esta ciudad. Y se siente uno a gusto en este pedazo de mundo. Y se siente uno en paz con Dios y con el Diablo, al menos hasta que el próximo domingo nos alcance.

1 comentario:

H:S: Loaes dijo...

cha...



le diré a mi v4rola que vayamos al Durango...


se me antojo el ir...


y a mí también me gusta lo abajito del vientre de las mujeres.