sábado, 10 de mayo de 2008

La Orfandad del Desamparo

Jesús Marín

Comparto con mi padre, la soledad de la casa. Le nombró casa, a secas, porque desde que partió mi madre ha dejado de ser nuestro hogar. Hace ya tres años, una noche de domingo, se nos quebró en el patio, ante la mirada atónita de sus macetas, ante las lágrimas sin derramar de su marido, mi padre.
Comparto con mi padre, el amargo sabor de la orfandad, el refugiarnos cada noche en lo que un día fue nuestro hogar, ahora es piedra y cemento, frías habitaciones que carecen de luz. Y mi madre mirándonos desde el retrato. Y madre rezando por nosotros desde el cielo.
Ahora, cada uno a su modo trata de recomponer el mundo, trata de enfrentarlo. Ahora cada diez de mayo se nos convierte en un nudo en la garganta. En vez de rosas, llevamos flores muertas ante la tumba donde, dicen está mi madre. Y nos quedamos sin saber qué decir, sin saber dónde poner nuestras manos, y miramos la piedra gris donde han escrito el nombre de mi madre, y la fecha en que dejó de estar con nosotros. Y es una mentira vil, ella no esta muerta, ella esta viva, vive en los ojos de mi padre que cuando habla de su mujer se le ilumina su rostro de setenta años. Y vuelve a verla en sus fragantes diecinueve años, con sus ojos claros y su rostro de niña que nunca dejó de serlo, ni a sus sesenta años al morir. Y vuelve a tomarla de la mano, frente al altar, vestida de blanco, como hace cuarenta años cuando se casó con ella.
Mi madre no duerme bajo ese montón de tierra, no, mi madre esta cada noche esperándome en la mesa de la cocina para prepararme de cenar. Mi madre está afuera de la escuela como cuando yo tenía seis años y ella venía por mí, para darme el refugio de sus brazos, para darme los besos más dulce que mujer alguna me ha dado. Mi madre no ha de morir mientras yo viva.
Comparto con mi padre, la orfandad del mundo, la orfandad de los que hemos perdido lo más amado en la vida; comparto la tristeza de tenernos solamente los dos para sostenernos; él, huérfano de madre, desamparado de mujer; yo, huérfano de madre y abuela, compartiendo el desamparo, el saber que no habrá ya mujer que nos ame como nos amaron ellas. Ahora de verdad estamos solos, sin vientre materno donde refugiar las angustias de ser hombre. Sin voz que nos alivie el miedo y nos cure la angustia. No hay en el mundo tristeza más grande que la saberse en la completa orfandad.
Hoy nos ocupamos por sobrevivir, vivir ha quedado lejos de nuestro alcance. Sobrevivir cada día sin escuchar la voz de nuestro pollito, haciéndonos de comer ese arroz que ya sólo podemos oler bajo la cruel dictadura del recuerdo. Nos queda la nostalgia y el dolor. Sobrevivir es la peor de las herencias. Tenemos la noche para dormir y soñar soñando que ella nunca se ha ido. En realidad nunca se ha ido, vive en el corazón de sus hombres que la siguen amando, y es fortaleza de nuestra sangre y fe de nuestra esperanza.
Yo soy más cobarde que mi padre, lo reconozco, prefiero salir a la calle, prefiero huir. Regresar ya de noche a dormir con el sueño de los muertos. Aún no puedo acostumbrarme al silencio que se adueño de la casa. Aún no puedo acostumbrarme a no verla regando sus flores, arreglando el mundo con la santidad de sus manos. Nunca podré hacerme a la idea de que ella no me espera cada noche, rezando por mí.
Él, mi padre, se queda a enfrentar su ausencia. A resguardar su memoria. Padre se ha hecho cargo de sus macetas, las riega con su ignorancia de hombre, desconoce el lenguaje de las flores, pero lo hace con todo el amor que aún le sobrevive en el corazón.
Él se ha hecho cargo de cuidar de sus pájaros, de sus periquitos de Australia, esos que madre cada mañana los sacaba de la jaula y acurrucados entre sus manos, les hablaba de no sé que cosas, de no sé que cielos; mi padre sólo se limita a darles su alpiste, a cambiarles el agua, hombre como es, ignora el lenguaje secreto de las madres.
Quizá en la casa, haya seres más desamparados que nosotros; seres que no podido explicarse la ausencia de mi madre, y nos miran con resignada tristeza y mueven el rabo como toda pregunta. Ellas esperan su regreso con más fe que nosotros. Son sus dos perritas, sus dos compañeras de soledad, sus niñas como las llamaba, que se han quedado sin su ama amorosa: la pachuca, adolorida y vieja en la vejez de los perros, negra mestiza moribunda de cáncer, y la candy, gorda atrabancada; comparten nuestra orfandad y en su ignorancia sufren más que nosotros, los perros no saben de lagrimas, sólo tienen ojos tristes.
Mi padre y yo sufrimos la orfandad de habernos quedado solos. De habernos partido el corazón una mañana de febrero, cuando los dos, ante el féretro de mi madre, no le dijimos adiós, solo un hasta luego, porque los dos sabemos, que tarde o temprano, volveremos a estar juntos y de nuevo seremos una familia. Y volveremos a estar vivos. (jesusmarin73@hotmail.com)

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