sábado, 10 de mayo de 2008

Los lutos de Septiembre

Jesús Marín

Afuera, en la calle, en los rostros de los hombres y en las risas de las mujeres, la lluvia de septiembre continúa implacable. Parece que de un momento a otro se va a formar un océano que vendrá a llevarse los restos de lo que fuimos; ahora distantes islas, náufragos errantes en el hastío y rumor de olas, quebrándose en los ojos de los otros.
Aquí dentro, en lo que fue nuestro departamento, hace un frío insoportable. Debería haberte pedido que no te fueras. Debería pedirte que regreses. Pero vaya, al menos uno como hombre debe conservar un poco de dignidad, aunque luego la pierda en las noches en que ebrio de alcohol y borracho de tu ausencia, aullé tu nombre a ese silencio que no sabe decirme dónde estás, a ese desamparo que no sabe como abrazarme. Pero las mujeres no saben de melancolías, saben de olvidos lapidatorios. Saben perfectamente como partirle la vida a un hombre, sin dejar rastros de culpabilidad y mucho menos sufrir de remordimientos.
En esta tarde de lluvia, cuando se cumple casi un mes de tu partida y un mes de mi velorio, esa maldita dignidad ya no me sirve de nada. Quisiera no haber tenido simulaciones de hombre que no sabe de llantos. Quisiera haber caído de rodillas dispuesto a no dejarte ir, más que muerta, como muerto he quedado yo. Pero a la vida no puedes contenerla, simplemente aprendes a sobrevivirla. Además cómo puedes retener a una mujer cuando ella ha decidido dejar de amarte, cuando ha dicho hasta aquí. Y se va, sin voltear una sola vez. Y te da un beso en la mejilla. Y te dice que todo esta bien, pero que por favor no la llames ni la busques, que dejes todo así, “con el bello recuerdo de los días hermosos”, mejor me hubieras clavado ahí mismo de los testículos, maldita perra, hubiera sido menos doloroso. Y todavía tuve que sonreír, sonreírte desde el abismo en que lentamente iba cayendo, sonreírte entre la arena que me estaba atragantando. Y alzar la mano en señal de despedida, mientras los escombros del templo, de tu templo, se me venían abajo estrepitosamente, y los dieciocho años que nos separan se hicieron tan dolorosamente reales y tus veinte años tan poderosamente crueles.
¿Recuerdas?, me dejaste sentado en las escaleras, las que conducen a la planta alta, donde éramos los amantes furtivos de un mundo que desaparecía en cuando nos besamos. De ahí vi como te marchabas, mientras murmurabas palabras que llegaban muy quedas, como avergonzada de pronunciarlas: no, no me abras la puerta, no me gustan las despedidas. Volveré, algún día volveré. No sé cuando, quizá dentro de un siglo o quizá nunca. Y cuando te pedí que me lo juraras, no hubo promesa de tu boca, ni juramento en tus ojos. Sólo te fuiste de prisa, como queriendo huir del olor a muerto que ya empezaba a segregar. Huir de mis ojos que rápidamente se poblaban de abismos. Y mis manos solitarias, inertes, huérfanas de respuestas. Me sentí tan estúpidamente hombre y tan inocentemente niño, desvalido y triste como cuando tenía siete años. Y tuve siete años de nuevo, volvió ese frío que tu cuerpo había desterrado. Tuve frío y tuve hambre de ti. Y mi hambre y mi frío no fueron saciados, se agolparon en mi pecho, temblando de miedo, junto a mi esperanza, que borracha y enloquecida, gimoteaba por ti. El único que parecía más calmado y controlado era mi orgullo, hasta que vi como arrimaba una silla y amarraba una cuerda a una de las vigas, luego ya no pude más y cerré los ojos, al verlo subir a la silla y ponerse la soga alrededor del cuello...
Desde la ventana del cuarto, observo el desierto que se va extendiendo en derredor, pronto no habrá lugar a donde pueda ir a rezar. En esta blanquísima habitación, como blancos son los huesos de los infieles que se queman al sol; ahora ruinas de lo que fue nuestra defensa contra la ceguera de ellos, los impíos; ahora amarillo a causa del desamparo. Ahora apestando a cerveza rancia y podredumbre. Ahora repleto de peces muertos y de largas tiras de resaca. En esta habitación me refugio entre las ruinas de los creímos ser. Por allá, entre las olas, que van y vienen, tu retrato se hunde y vuelve a emerger, cada vez menos nítido, con tu imagen diluyéndose, pero aún se pueden leer las palabras que aquel luminoso mes de junio de hace dos años escribiste: con amor para mi Señor, mi Caballero, siempre estaremos juntos, tu princesa oscura. Bien dice que la melancolía es la peor de las muertes.
Ahora ya no importa ser hombre, ahora ya no importa ser muerto, ahora importa sobrevivir hora a hora, día a día; soportar la angustiosa tentación de llamarte, de tomar el celular y marcar tu número, con el anhelo, ya no de reencontrar restos del amor que sentías por mí, sino encontrar tan siquiera un mínimo de piedad que te obligue venir a rescatarme de esta tristeza, honda y profunda, afilada y despiadada, porque las cosas por su nombre: tristeza es la muerte de un hombre por una mujer que lo ha dejado de amar. Tristeza debió ser el grito de los que han quedados ciegos y solos. Tristeza debió ser el grito de Luzbel al ser desterrado del paraíso. Tristeza es el nombre que los hombres damos a la mujeres que nos condenan a añorar la sangre de sus cuerpos, a vomitar los recuerdos cada noche. Tristeza es mi nombre. Tristeza es mi cuerpo. Tristeza eres tú, Sara, donde quiera que estés. Y tristeza es el alimento de los muertos. (jesusmarin73@hotmail.com)

1 comentario:

Imagino dijo...

Es bello todo lo que escribes a la princesa oscura, es un placer leerte